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"En la sencillez de
mi corazónte he dado todo con alegría" El
testimonio de don Giussani durante el encuentrocon el
Papa en la Plaza de San Pedro, el 30 de mayo de 1998
Santidad, trataré de decir cómo ha surgido en mí
una actitud - que Dios ha bendecido como ha querido - que
yo no hubiera podido prever ni mucho menos querer.
1. "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de
él, el ser humano para darle poder?" (Sal 8).
Ninguna pregunta me ha impresionado en la vida, tanto
como ésta. Solamente ha habido un Hombre en el mundo que
podía responderme, planteando una nueva pregunta: "¿De
qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si luego se
pierde a sí mismo? O, ¿qué podrá dar el hombre a
cambio de sí mismo?" (Mt 16,26; cfr. Mc 8,36ss; Lc
9,25s).
¡No he escuchado jamás ninguna otra pregunta dirigida a
mí que me dejara tan cortada la respiración como ésta
de Cristo!
Ninguna madre ha escuchado jamás otra voz hablar de su
hijo con la misma ternura original y valoración
indiscutible del fruto de su seno, con semejante afirmación
totalmente positiva de su destino: únicamente la voz del
hebreo Jesús de Nazaret. Pero, más aún: ¡ningún
hombre puede sentirse mejor afirmado, con la dignidad de
quien tiene un valor absoluto por encima de cualquier
logro suyo! ¡Nadie ha podido jamás hablar así en el
mundo!
Solamente Cristo se toma toda mi humanidad en serio. Es
lo que llenaba de estupor a Dionisio el Areopagita (siglo
V): "¿Quién podrá hablarnos del amor singular que
tiene Cristo al hombre, desbordante de paz?". ¡Me
repito estas palabras desde hace más de cincuenta años!
Por esto la Redemptor Hominis entró en nuestro horizonte
como un faro en medio de las tinieblas que envuelven a la
tierra oscura del hombre de hoy, con todas sus confusas
preguntas.
Gracias, Santidad.
Es la sencillez de corazón lo que me hacía sentir y
reconocer como algo excepcional a Cristo, con esa certeza
inmediata que produce la evidencia indiscutible e
indestructible de ciertos factores y momentos de la
realidad, que, cuando entran en el horizonte de nuestra
persona, nos golpean hasta el fondo de nuestro corazón.
Reconocer lo que es Cristo en nuestra vida afecta
entonces por entero a la conciencia con la que vivimos:
"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn
14,6).
"Domine Deus, in simplicitate cordis mei laetus
obtuli universa" ("Señor Dios, en la sencillez
de mi corazón te he dado todo con alegría"), dice
una oración de la Liturgia ambrosiana; que el
reconocimiento es verdadero se ve por el hecho de que la
vida tiene una última y tenaz capacidad de alegría.
2. ¿Cómo se puede descubrir como verdadera y razonable
para el hombre de hoy esta alegría, que es gloria humana
de Cristo y que embarga mi corazón y mi voz en algunos
momentos?
Porque aquel Hombre, el hebreo Jesús de Nazaret, murió
por nosotros y ha resucitado. Este Hombre resucitado es
la Realidad de la que depende todo lo positivo que hay en
la existencia de cada uno de los hombres.
Toda experiencia terrena que se vive en el Espíritu de
Jesús, resucitado de la muerte, florece en la eternidad.
Pero este florecer no se producirá solamente al final de
los tiempos; ya comenzó en el amanecer de la Pascua. La
Pascua es el comienzo de este camino hacia la Verdad
eterna de todo, un camino, por consiguiente, que ya está
dentro de la historia del hombre.
Cristo, el Verbo de Dios encarnado, se hace presente,
puesto que ha resucitado, en todos los tiempos, a través
de toda la historia, llegando desde la mañana de Pascua
hasta el final del tiempo, de este mundo.
El Espíritu de Jesús - es decir, del Verbo hecho carne
- se hace experimentable para el hombre de todos los
tiempos, con su fuerza redentora de la existencia de cada
individuo y de toda la historia humana, mediante el
cambio radical que produce en quienes se encuentran con
Él y, como Juan y Andrés, le siguen.
También en mí la gracia de Jesús, en la medida en que
he podido adherirme al encuentro con Él y comunicarLo a
los hermanos en la Iglesia de Dios, se ha convertido en
una experiencia de fe que se ha desvelado en la Santa
Iglesia, esto es, dentro del pueblo cristiano, como
llamamiento y como voluntad de alimentar a un nuevo
Israel de Dios: "Populum tuum vidi, cum ingenti
gaudio, tibi offerre donaria" ("Con grandísima
alegría he visto a tu pueblo reconocer la existencia
como ofrecimiento a ti").
He visto así cómo se formaba un pueblo en el nombre de
Cristo. Todo se ha vuelto verdaderamente más religioso
en mí, hasta tener la conciencia dispuesta por entero a
descubrir que "Dios es todo en todos" (1Cor
15,28). En este pueblo la alegría se ha convertido en
"ingenti gaudio", es decir, en factor decisivo
de nuestra historia, llena de positividad última y de
gozo.
Lo que podría haber parecido una experiencia singular,
al máximo, se convertía en protagonista de la historia
y, por ello, en instrumento de la misión del único
Pueblo de Dios.
Esto fundamenta ahora la búsqueda de la unidad que se
expresa entre nosotros.
3. Concluye así el precioso texto de la Liturgia
ambrosiana: "Domine Deus, custodi hanc voluntatem
cordis eorum" ("Señor Dios, custodia esta
disposición de su corazón").
Siempre surge en nuestro corazón la infidelidad, incluso
ante las cosas más bellas y verdaderas, de tal modo que,
aún delante de la humanidad de Dios y la original
sencillez del hombre, éste puede fallar por debilidad o
prejuicios mundanos, como Judas y Pedro. Pero también la
experiencia personal de la infidelidad, que reaparece
siempre mostrando la imperfección que tiene cualquier
gesto humano, nos urge a hacer continuamente memoria de
Cristo.
Al grito desesperado del pastor Brand, en el homónimo
drama de Ibsen ("Oh Dios, respóndeme en esta hora
en que la muerte me traga: ¿no es suficiente, pues, toda
la voluntad de un hombre para conseguir una sola parte de
salvación?") le corresponde la positiva humildad de
santa Teresa del Niño Jesús: "Cuando soy
caritativa, sólo es Jesús quien actúa en mí".
Todo esto significa que la libertad del hombre, que el
Misterio siempre implica, tiene la forma suprema e
indiscutible de la oración. Por eso la libertad,
conforme a su verdadera naturaleza, es adhesión al ser,
es decir, a Cristo. El afecto a Cristo está destinado a
perdurar aún dentro de la incapacidad, de la debilidad
grande del hombre.
En este sentido, Cristo, Luz y Fuerza para cualquiera que
le siga, es el reflejo adecuado de esa palabra que
expresa la relación última del Misterio con su
criatura: la misericordia, Dives in Misericordia. El
misterio de la misericordia desborda cualquier imagen
humana de tranquilidad o de desesperación; también el
sentimiento de perdón pertenece al misterio de
Cristo.Este es el abrazo último del Misterio, abrazo al
cual el hombre - aún el más lejano, el más perverso,
el más sombrío o tenebroso - no puede oponer nada, no
puede objetar nada; puede desertar de él, pero sólo
desertando de sí mismo y de su propio bien. El Misterio
como misericordia queda como la última palabra, aún por
encima de todas las negras posibilidades de la historia.
Por eso la existencia se expresa en el mendigar. El
verdadero protagonista de la historia es el mendigo:
Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el corazón
del hombre, mendigo de Cristo.
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